Ver llover en tu ventana

La primera vez que vi llover en tu ventana, no fue la primera que despertaba en tu cuarto.

La primera vez se me ha ido olvidando, entre largos días y paseos nocturnos, se ha ido difuminando el recuerdo de la primera vez que me invitaste a entrar a tu casa. Sin embargo recuerdo muy bien la primera vez que vi llover en tu ventana.

No estabas, ya habías salido de la casa. No es la primera vez tampoco que tu afán de la mañana te saca de la cama antes de que yo pueda despertar y darme cuenta. No tengo el sueño pesado en realidad, pero tu cama tiene un efecto magnético en mi, tu cama que suele ser testigo de nosotros y que junto a tu ventana, son mis objetos favoritos de tu habitación.

Me encontré entonces solo, sentado en el borde de la cama, mientra el aroma al café que preparaste antes de salir, va llegando desde la cocina en lentas oleadas aromáticas. La brisa afuera, anuncia que pronto lloverá, los arboles que se balancean inquietos ante la amenaza inminente del otoño. Y yo. Solo allí, contemplando desde tu ventana cerrada el mundo afuera, el mundo que debería estar dichoso de tenerte, andando por sus calles, abriendo sus puertas, saludando a sus gentes, respirando su aire. Miro mi reloj y me figuro que aún no llegas a la oficina, aún no, unos minutos más de esperas en abarrotadas estaciones, de caminar despacio detrás de la gente, de pisar involuntariamente unos cuantos zapatos, de negar una moneda a un mendigo, de una pausa imprevista por un jugo de frutas, las pequeñas demoras que suelen acompañar las mañanas, mientras yo veo llover en tu ventana.

Llueve esta mañana, primero de forma tan leve y seductora, que me es imposible resistir el impulso de abrir tu ventana y observar. Me apropio un poco de tu habitación con ese simple acto y por instantes breves me atrevo a pensar que no es tu ventana. Que es nuestra, que me quedare allí por siempre y que al final de mis días me sacarán de allí en un ataúd con florituras doradas. Me apropio del aire que entra presuroso a tu habitación, le respiro en lentas y profundas inhalaciones, como queriendo recuperar el aliento que sueles robarme luego de una noche. Aquella llovizna tímida no se queda así para siempre, y lentamente las más oscuras nubes grises del cielo van revelando sus verdaderas intenciones. La lluvia lenta y calma, transformada en aguacero. Los arboles sedientos reciben sus bendiciones, los animales se esconden en sus refugios y los hombres y mujeres se mueven más a prisa para buscando eludir resfriados y pies mojados.

Yo me tomo unos instantes antes de cerrar tu ventana, espero a que la lluvia voraz desborde ligeramente el marco, y el agua se deslice dejando una clara marca en tu pared blanca. Recibo las gotas también en mi rostro, en mi cabello y mis manos. No importa cuanto suspire, parece que no recupero el aliento. La promesa de vida que trae consigo la lluvia, para arboles y criaturas del bosque, no parece aplicarse a mi.

De pronto cierro tu ventana y me siento vacío. Allí en solitario, viendo llover en tu ventana, mientras las horas se me pasan y tengo que recordar que en realidad hace mucho tiempo te marchaste. Que no hay mas café para ti, no hay más trenes a la espera, mendigos recibiendo monedas. Que te fuiste, que fue tuyo el ataúd con florituras doradas y flores blancas.

Te fuiste, te marchaste, yo me quede con tu ventana, y la certeza infinita de que no podre olvidarte.

Septiembre 2019

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